Archivos Nadie & Eidan
- 2015 (1)
Hola, Héctor:
Empecemos por informar que no me ha hecho mucha gracia lo de Adán. Sí, me imagino, el hombre perdido en un mundo nuevo y traicionero. El traicionero sos vos, y todas las manganetas que te inventás. Encima lo convertís en Eidan, porque ese amigo yanqui de ustedes lo pronuncia así y descubren la palindromia del carajo. O sea que, palindromiando, o soy nada o soy nadie. Menos mal que no me pusieron Dedón, para seguir jugando. Entre el Ele y vos no sé con quién quedarme.
Tampoco entiendo qué pensás que vas a conseguir con el blog. Todas estas cosas funcionan como ha funcionado todo siempre, a fuerza de guita e influencias. Y ustedes no tienen ninguna de las dos cosas. Vas a dedicar un tiempo enorme para un intento inútil. Dentro de un año hablamos. Y me dirás, como siempre, que tenía razón, cuando ya no sirve para nada. Escribís muy bien, Héctor. Pero a nadie le interesa eso. La gente quiere vampiros, super héroes, manuscritos perdidos, un crimen en la cuarta hoja y la solución en la penúltima, o las sombras de alguien que se hace la paja mientras le pegan con el escobillón en la cabeza. Vos has elegido un anti héroe de mierda. Y encima lo colocás en una ciudad que nosotros queremos mucho, pero que no tiene ningún glamour para el pelotudaje mundial. Convencete: ni a los cordobeses les interesa. Sí, ya sé: El año pasado, a la presentación de El Invitado fueron 200 personas, y sin que estuviera el autor. Macanudo. Afectivamente, macanudo. Contame ahora cuántos libros se vendieron. Digo yo que, para leerlo, tendrían que haberlo comprado. Sí, papito, te quieren mucho, pero ya leer es otra cosa. Seguro que los 15 que lo compraron te habrán inundado a comentarios. No hace falta que contestés siquiera. Por mí, seguí escribiendo. Me gusta, y mi ego, a su manera, lo disfruta. Ya que me sacás la sangre, y me dejás en pelotas ante los imposibles lectores, al menos ver mi nombre enredado entre chichises e historias, tiene su morbo personal. Dale que va, que allá en el horno…
No, no sé por qué, a pesar de todo, te doy bola y colaboro. De puro aburrido y amigo, supongo. Y un poco porque yo también quiero saber cómo te las arreglás para contar lo incontable. Cómo conseguís darle un poco de belleza –aunque sólo sea estilística-, al desolado transcurrir de una vida tan errática y boluda como la mía.
Bueno, ahí tenés la foto. Espero que te guste como portada. Ya iré buscando y mandando más. Creo que tenía tres años recién cumplidos. Es en la boda de mi Tío, el único hermano de mi madre. Acababa de afanarle el sombrero y los guantes. Siempre sentí fascinación por esos dos elementos. Cualquier cosa que sonara a gorra, o sombrero, me lo encasquetaba de inmediato. Y lo sigo haciendo, claro. Es una forma de aislarme, protegerme, esconderme de la gente. Con sólo inclinar un poco la cabeza, la visera los hace desaparecer, vuelvo a estar con el único que, a medias, me comprende. Está claro que es una conclusión actual. No sé qué pensaba entonces. Porque, entre otras cosas, no hacía falta que inclinara la cabeza, el exterior desaparecía de verdad y del todo. Una de mis primeras experiencias con eso parece que fue con la Chinta de mi viejo. No te volvás loco: chinta le llamaba yo al tricornio que, como buen guardia civil, usaba. La Banda Musical que acompañaba sus desfiles por el patio del cuartel en que vivíamos, hacía tachín-tachín-tachín, y yo lo relacionaba con el horrible sombrero cornudo ese. O sea que lo agarraba en cuanto él lo dejaba sobre la mesa, todo se volvía negro a mi alrededor, y yo balanceaba marcialmente los brazos, repitiendo chinta-chinta, etc. Hasta que un día quedó abierta la puerta que daba al rellano –vivíamos en un segundo piso-, y en lugar de chocar con la pared y corregir el paso, seguí marcialmente escaleras abajo, con rebotes y contusiones varias, y sin más platillos de acompañamiento que los gritos tardíos de mi madre.
Creo que no volví a ponerme la chinta. Y, traumáticamente o no, jamás soñé con meterme a guardia civil. Ahora, mi atracción por los sombreros no desapareció. Por lo general, los sombreros sí. Aparentemente, la encargada de esconderlos, o al menos ubicarlos lejos de mi alcance, fue mi vieja que, por si acaso, en cuanto yo miraba uno me adelantaba las contusiones a cachetazo limpio. En eso de pegar mi madre era muy limpia. Todo hay que decirlo. Con el tiempo, la chancleta de goma que usaba para esos menesteres, se hallaba en un estante, y tenía la parte de agarrar forrada especialmente con tela de toalla. La mujer se cuidaba. No era cuestión de ampollarse ante el continuo uso del utensilio.
Pero bueno, vamos a tratar de olvidarnos de heridas y moretones. No consiguieron que odiara gorras y sombreros. Aunque sí a mí madre. Los guantes también eran otro elemento casi mágico. Con las manos cubiertas crece increíblemente mi seguridad ante cualquier desafío físico. Vos mismo has contado ya, en El Día del Estudiante, el rechazo que encontraba entre mis propios compañeros de fútbol, mi empecinamiento en jugar con guantes al arco. Entonces aún no se usaba, y todos lo consideraban otra rareza mía, además de una mariconada. Lo cierto, y esto sólo lo sabía yo, es que aparte de doler mucho menos los fulbazos que me mandaban, el resto de mis sensaciones también crecían. Saltar, tirarme a los pies del que entraba, cortar centros, o aguantar con total seguridad un penal o un tiro libre, mientras esos viejos guantes de cuero cubrieran mis manos, eran cosas sin importancia. Sentía que podía llegar, que la pelota sería mía, o iría donde yo la desviara. Ningún disparo era más fuerte que mi respuesta. Yo era más elástico, más fuerte, más rápido y seguro, con guantes. En otras cuestiones físicas me ocurre igual. Puedo aguantar el doble de peso, o trabajar más y con menor esfuerzo. No tengo explicación para eso. Ya sé: soy carne de diván. Date el gusto. Eidan, el loco de los guantes y sombreros. La culpa es mía, claro. Por mandarte la foto, y mandar más gotas de sangre a tus hambrientas fauces. Empachate, asqueroso. Hasta la próxima.
Adán Dedón y Tachín.-
Qué tal, Don Nadie:
Ahí tenés una foto que ilustra perfectamente el cuestionario que me mandaste. Supongo que la culpa fue mía, por mencionar lo del fútbol en la anterior. Me había olvidado de la intriga que les causó siempre los ataques que me dispensaba Milo con lo del arco de chapa. Más de una vez les dije que era una boludez, que no valía la pena, e incluso me abría y me iba a hacer otra cosa. No me interesaba pelear con el Gringo. Y sabés cómo se ponía aquél cuando se le subía la espuma. Habrás conocido tocos de gente así. Macanudísimos en general, capaces de razonar sobre cualquier tema, curiosos y sensatos. Pero no les toqués su “especialidad”, y menos para mostrarles algo que no ven, o no quieren ver, porque se les cruza el palo en la rueda y todos al suelo. No hay discusión sobre que, de todos nosotros, Milo era por lejos el que mejor jugaba. Y no sólo porque después lo hiciera profesionalmente. Acordate las biabas que les metíamos a cualquiera que nos desafiara. Y sí, tenés razón, buena parte del misterio de la pica entre nosotros la causaba el ver que en la cancha nos lleváramos tan bien. Bueno, afuera también. Había épocas que no se me despegaba ni para mear. Pero como jugando éramos el nueve y el diez, y nos hartábamos de meter paredes y goles…
Qué querés que te diga. Lo malo era que si en la charla se hablaba por casualidad de penales, aquél empezaba a ponerse rojo, y me soltaba lo de: “Dale, Borocotó, empezá ahora con lo del arco de chapa y la geometría. Explicale a estos que yo no sé tirar penales.” Y yo, que lo había intentado en repetidas ocasiones, a solas y con calma, renunciaba a ese enfrentamiento tan idiota. Recordarás que si había un penal, yo siempre dejaba que lo tirara él. Porque era el mejor, y porque los metía todos. Daba tres pasos, lo miraba al arquero, y tac, la clavaba al contrapié que el otro elegía. Lógico y perfecto. Sólo que, cuando yo jugaba al arco, se los atajaba casi todos. Una espina que, como él mismo dice, no se va a poder quitar nunca del paladar. Boludeces. Y no tratés de hacerle entender que es eso, una boludez bastante simple, porque siente que le estás discutiendo su calidad, estás diciendo que no sabe nada, que no es tan bueno como todos creen.
También tenés razón en que, como yo ya no jugaba al arco cuando nos conocimos, ustedes no tuvieron oportunidad de ver cómo era la cosa y sacar sus propias conclusiones. Y en cuanto a eso de que siempre salto a los extremos… No sé. Es verdad que pasé de evitar goles a meterlos. Pero creo que es igual de simple que lo otro. Cualquiera sueña con hacer goles. Me cansé de revolcarme atrás, y elegí lo que me parecía más fácil para mi falta de habilidad. Ya sé que hay arqueros que siempre han querido ser arqueros, y que dominan la técnica y la soltura del puesto. Y goleadores dotados de una habilidad inmensa. Sacame ya mismo de los dos casos. Por lo malo que era desde chico, en el único lugar que me ponían era al arco. Con el tiempo me convertí en un atajador regular y gracias. No soy distinto en el fútbol de lo que soy en el resto de mis cosas. Intento convertir en virtudes mis defectos, maximizo a mi favor los resquicios que los demás dejan. Y, sobre todo, trato de ver qué pasa en realidad con lo que me toca hacer. Ahí es donde está lo del arco de chapa y los penales.
A vos, que te gustan ese tipo de anécdotas, te contaré que ya en el equipo de baby fútbol del colegio era el arquero y atajaba casi todos los penales. Mi back central, ante una pelota que nos superara, se tiraba y la sacaba con la mano. Entonces no había tarjetas rojas ni esas huevadas. Cobraban penal y listo. Y a él no le importaba porque “total, seguro que el Gallego la agarra.” Claro, el arco era mucho más chico. Y una mierda la agarraba. Lo que hacía era mirar la pelota, y buscar que me pegara donde fuera, pero no entrara. Desde ahí ese fue el cincuenta por ciento del motivo que me consideraran un buen arquero. Primer detalle simple: Me importaba una mierda que el pateador bailara una conga, o tomara mucho impulso. Ese tipo no tenía nada que ver conmigo. La cuestión era entre la pelota y yo. Ya sé, es tan de cajón que parece no tener tanta importancia. Y sin embargo es algo que el noventa y nueve por ciento de los arqueros no considera seriamente. El que se tira antes está jugando con lo que cree que es la intención del rematador. No sigue la pelota –que por otra parte aún no se ha movido-, apuesta a la lotería. Si el delantero no se deja comer por los nervios tiene tiempo de cambiar la dirección. Cuando le funciona la lotería es defecto del ejecutor. Que, por otra parte, es el único que tiene una responsabilidad real.
Sí, segundo detalle simple: Eso del miedo del arquero ante el penal está muy bien como título de un libro –Peter Handke, creo-, o para las mitologías idiotas en la idiotización del fútbol. Pero es un lance del juego, de unos quince segundos, en un partido de noventa minutos. O sea que, si sus diez compañeros no han sido capaces de solucionar la cosa en noventa minutos, ¿por qué va asentirse gravemente responsable de lo que suceda en esos quince segundos? Quien decide la fuerza del remate, la dirección del remate, todos los aspectos del fusilamiento es el otro. La ventaja de saber lo que va a hacer, y el miedo de fallar está en el otro. El arquero –el fusilado- si evita la consecuencia fatal es un héroe. Si no la evita, mala suerte, y punto.
Está bien, en lo que debe pensar es en las posibilidades, más o menos reales, que tiene para evitarlo. ¿Qué me planteaba yo? Que el arco tiene 7,20 mts. por 2,20 mts. En el centro de ese rectángulo un tipo que, con los brazos levantados, llega como mínimo a los dos metros. Si se deja caer esa figura, hacia un lado y el otro, completa una semi circunsferencia de dos metros de radio. Si además se desplaza, con una u otra pierna, apenas hacia ambos costados, el radio se abre a tres metros. O sea que, sin mayor esfuerzo, está cubriendo casi seis metros completos de los siete de ancho. ¿Lugares de imposible llegada –partiendo después del disparo- si el disparo es fuerte? Un círculo de unos ochenta centímetros en cada ángulo superior. Y un cuadrado, pongamos también de unos ochenta de lado, junto a la base de cada palo. Esto contando con que a media altura es más difícil ajustar el tiro, que raso o elevado, y que el arquero, dando medio paso adelante puede llegar a cortar en oblícuo dicha media altura.
¿Comprendés a lo que me refería en el ejemplo que le daba a Milo? Ante un arquero que maneje con calma esas medidas, el lanzador se encuentra igual que si le pusieran chapa al arco, con los agujeros antes mencionados en ángulos y abajo. No es tan fácil colarla por esos agujeros, sin que roce en absoluto la chapa para evitar desviaciones. Y lo de la chapa lo ponía reconociendo que la violencia del disparo puede contar también con doblarla y entrar lo mismo. O sea que nunca hablé de una geometría incólumne o una pared. Sino del buen uso de medidas y perspectivas, para minimizar las ventajas del delantero. ¿Qué es lo único que convierte a todos esos cálculos, bastante precisos y reales, en un factor más o menos decisivo? La inteligencia, agilidad, y serenidad del arquero. El jugar con la pelota, mirarla sólo a ella, y lanzarse a buscarla hacia donde realmente va. No adelantarse jamás al disparo que, como decía Di Estéfano, por lo general va fuerte y en dirección a su cabeza o cuerpo. Si lo han colocado en los huecos correctos, pues bien, mérito del lanzador. Así y todo, se intenta llegar. Al menos no se comete el ridículo de estar tirado en el otro lado, viendo cómo entra por allá. Y a veces hasta se logra alcanzar uno de esos imposibles. En resumen: responsabilidad ninguna, méritos posibles casi todos. Si tenés eso en la cabeza, la mitad de los penales son tuyos.
La foto de arriba es justamente del primer partido que jugué contra Milo. Ahí nos conocimos. Y nos hicimos amigos-enemigos. Porque terminamos dos a dos, o tres a tres. Y estoy seguro que todos los goles de ellos me los metió él. Era una bestia, me empupaba siempre. Tenía material eterno para cargarme. Pero esa vez hubo que desempatar el campeonato a penales. Entonces, no sé si te acordás, tiraba cinco cada equipo, y todos el mismo jugador. Le atajé cuatro y ganamos. Se pudrió la historia. Aunque me llenara de pepas durante el encuentro, con un solo penal que le atajara se ponía como un basilisco. Tendría que haberle dicho que era una cuestión de suerte, o que le leía el pensamiento, cualquier huevada de esas. Pero ya me conocés, por respeto al extraordinario jugador que era, y a su inteligencia, traté de explicarle lo del arco de chapa. Qué le vamos a hacer, pibe, la verdad es un revolver ardiente. A lo mejor en la próxima te mando una foto del arquero que era Nadie. Y mucho antes que se te ocurriera a vos esa sonsera. Por hoy ya está bien de hacerme el lindo. Usted preguntó y yo contesto. Saludos al Ele y las Chichises.
Eidan en lata, la mejor batata.-