El Remero Insomne quizás sea un único poema, fragmentado en variaciones, progresiones, y reflexivos juegos, que lo complementan en círculo, o completan el círculo creativo. A grandes alturas corresponden grandes profundidades. Aquí un altísimo aliento poético navega sobre la profundidad de sus ideas. El lenguaje, cuidadamente simple y preciso, ofrece una cadena de variaciones, incluso distintas lecturas, del tema central. La reflexión calma, la melancolía, la pintura exacta de cada cuadro, el humor distante, la continua belleza faenada por este buscador de metáforas en estado de gracia, hacen de El Remero Insomne un libro a releer cada vez que el espíritu precisa su alimento.

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"El Remero Insomne"  de  Jorge Lara

     ¿Escribir poesía quita el sueño? Quizá el poeta se transforme, al escribir, en un remero insomne. ¿Dónde, cuándo, empieza y acaba el acto mismo de escribir poesía? “Ese estallido, donde se origina el poema, es anterior a la técnica, anterior a la razón”-como decía Joyce Carol Oates. El metafórico término “estallido”, tan preciso para señalar lo que otros llaman epifanía o revelación, tiene lugar, efectivamente, fuera del lenguaje, en el momento en que el poema se concibe y moviliza una fuerza enorme, la del impulso creativo.

     En ese momento el poeta convoca, cual un visionario, a sus tres estados de conciencia: la emoción, aparejada a una sensación de descubrimiento o re-descubrimiento de algo ya sabido; la intuición de su “visión” encierra una promesa de lenguaje, además de un sentido; y la convicción de que ha entrado en contacto, así sea de manera efímera, con el misterio o lo trascendente. Todos estos movimientos internos tienen lugar en lo que se ha llamado razón poética, que no es otra cosa que “una especial actitud cognoscitiva, un modo en que la razón permite que las cosas hallen su lugar y se hagan visibles”.

    Para que el poema nazca es necesario que ese primer impulso creativo se sostenga, persevere, en un tiempo corto o largo. Pero, en este poemario, el poema surge definitivamente orgásmico.

     Describe ese primer momento en que el poeta se enfrenta al blanco del papel, a la tierra baldía de Eliot, mientras sujeta el lápiz en su mano, esa mano que va a dar forma a lo que asoma en su cerebro. “El lápiz y el papel/ la idea flota/ya.”

     Cuando el momento de escribir le llega es porque la forma se le ha insinuado, escoge la dirección, el tipo de lenguaje, el símbolo. Y ese andar estará acompañado de una tensión entre lo puramente racional (la voluntad, el conocimiento) y las oscuridades de su inconsciente. “Brota/ anudada aún/ indecisa.” “Entre ambos/ mudos/ mundos/ vocalizando silencios.”

     Por una parte, y dado que el lenguaje poético exige desprenderse de las leyes estrictas del pensamiento racional, para encontrar la hondura de lo no dicho, el poeta desata el pensamiento simbólico, su capacidad asociativa, y entra en un proceso de relación con su lengua que la lleva a violentarla, hasta hacerla “hablar” de una manera expresiva. Y por otra parte, y al mismo tiempo, mantiene aquella rienda que tira y afloja: la de la reflexión sobre el acto de escribir, nacida en parte de la conciencia de que pertenece a un tiempo y una tradición que puede perpetuar y o subvertir, y la de unas referencias muy amplias y no necesariamente literarias. Así “surge un barquito/ de papel”, “a la deriva la nave/ echa a andar”. Esa “nave”, que está “hecha de palabras.” Las cuales surgen y se vocalizan con dolor, como si fueran producto de un parto, en un proceso continuo de Gestalt. Son despedidas por el poeta, una vez pronunciadas, para luego “quedarse sin lágrimas en el tintero.” El escritor se convierte en un “marinero de fortuna”, porque es capaz de crear. Va armando las frases, las estrofas, “pescando fantasmas” de desechos, y armando el puzle. Anda y desanda el camino de la creación, una y otra vez, porque la idea se rompe “una y otra vez”, en un retorno continuo, siempre en ritmo circular. Otra vez la idea viene de su abismo, “como un pescador de perlas / rompe el agua.” Y el recuerdo “cae herido de palabras”. Pero ha de luchar contra esos elementos, erguirse para no desfallecer ante el dolor del recuerdo, siempre “aferrado al mástil/ como si un lápiz fuera/” hasta que el papel se llene de signos y se desborde, a punto de hacer agua. Entonces se ata a ese mástil, como Ulises, y escucha y supera la tormenta que amaina, y domina los elementos.

     ¿Eran propicios para ese viaje? Piensa que sí. Que la calma de estar en la buena senda tendrá su premio en el puerto, tras el “canto de las sirenas” al final del viaje, cuando de dicha y placer “babea salado”. Pero el tiempo sigue, continua la odisea. Y otra vez se da el naufragio de signos, la incertidumbre de la creación. El poeta es un Robinson anclado en su isla, “polinesias de papel”. Su mente va de una a otra imagen, recortando sonidos y perfiles. Acelera el ritmo de escritura cuando “sale el sol sobre la arena”, el pensamiento surgiendo claro. Pensamientos “como pájaros azules” que devienen en tristeza, hasta convertirse en tormenta, azotándolo. La melancolía “llueve sobre los versos”. Sabe que éstos fluyen “A veces agua lenta”, “A veces/en cascada”. Sabe de la profundidad, del oscuro sentido que guardan: “bajo las piedras duerme el musgo”. Pero no se puede distraer en ello, porque el poema “canta su mañana”, lanza su voz “contra las estrellas de la noche”. El poeta no quiere hacer un outburst de romanticismo barato; ha de luchar contra esos elementos también, contra los dictados del corazón, buscar la sublimación, la pureza del término exacto, sin ornamentos, para expresar lo profundo de su alma. Escribe lo poco que sale de ese trabajo. Sus palabras son “frágiles luciérnagas”, contrapuestas a la oscuridad de la espera, en el momento exacto en que surgen. Sufre la espera con quejas de “amante insatisfecho”. Siempre el deseo de escribir le estará “golpeando las puertas de mañana.”

     Cuaja el autor todas sus lecturas de poesía en su poesía, las voces de todos los poetas en la suya, con el toque personal de una inteligencia hecha palabras. Esto, cuajar intuiciones, pensamientos y elecciones literarias, en palabras, es un acto intelectual que supone distanciamiento. Paradójicamente, el poeta se encuentra a sí mismo en su obra. Pero también se aparta de lo que sabe de sí, pues el mejor poema, creo, es aquel que termina por revelarle algo.

     La eliminación de elementos innecesarios, la búsqueda de precisión y sobriedad, se plasman en el estilo de estos versos como en una partitura: economía más noción de ritmo (eufonía) y música. No de eufonía en el sentido de términos bonitos, sino la que aflora de un dibujo sintáctico, que al haber eliminado todo lo desechable, todo lo superfluo, muestra la pura melodía, en su más alta pureza.

     Este poemario, esta creación poética, habla de la creación poética. Es encuentro con uno mismo y es revelación. Es el trabajo de maduración de una voz, eminentemente poética, y la música del alma. Es el tiempo que se extiende, desde que los primeros versos brotan en forma lírica, y se vuelven símbolos en forma de escritura, hasta que decide el poema su aparte. No cae en el determinismo de la “finalización” o “terminación”, les deja espacio para que bailen, se persigan, se glosen burlonamente, encadenen, o corrijan. Pero esa ronda que danzan no precisa correcciones. Este poemario es redondo. Satisface plenamente nuestros sentidos en su circularidad perfecta.

Norma González Peralta