SOBRE  "EL PROFESOR DEL DESEO" DE PHILIP ROTH

Acabo de leer El Profesor del Deseo, de Roth. Bueno, y muy bien escrito, como casi todo lo de él. Pero me he quedado pensando en el por qué de esa obsesiva neurosis, que le impide cerrar el libro y esa etapa en concordancia con lo que realmente sucede. Me molesta esa negación de la realidad feliz, ideal, en que se halla, para ensombrecerla con lo que piensa que va a suceder. Sí, de acuerdo, pinta su enfermedad, o la de su personaje. Por otra parte la enfermedad, la neurosis, de toda su obra. Y me molesta, justamente, porque es un escritor lúcido, analítico, profundamente crítico, con personajes y situaciones. Siempre espero que esa lucidez lo lleve a hacer, o hacerse, las preguntas que desentrañarían esos por qués.

 

La incapacidad manifiesta para disfrutar los momentos de felicidad pensando que se van a acabar. Este cuerpo que deseo, dentro de un año sólo me provocará, con suerte, un desapegado cariño. Esta mujer bella, joven, alegre, que hoy llena mis horas, mañana será inaguantable porque quema las tostadas, o se olvida de echar la correspondencia al correo. Este momento maravilloso, en que mi padre nos visita, charla, y come con nosotros, está destinado a desaparecer, como él mismo. ¡No te jode! Todo está destinado a desaparecer, o transformarse, o lo que sea. Si el amargueti del personaje se muere de repente al día siguiente, se habría salvado de tener que contemplar y sufrir esa descomposición de lo ideal. No disfrutemos hoy, por todo lo que, probablemente o no, pudiera suceder de aquí a un tiempo.

 

¡Qué manera de joderse la vida! La mitad de cada libro buscando desesperadamente algo que se le resiste, se le prohíbe, se distancia y dificulta. Para, una vez hallado, o ganado, sentir vergüenza de tenerlo, miedo de tenerlo porque seguramente lo va a perder, lo va a echar a perder, lo va a traicionar, o lo van a traicionar… Todas las variantes posibles del no disfrute. ¡Qué carajo hemos mamado, para pensar así! No, no es difícil la respuesta: Las putas religiones, tendientes a convertir la vida en un valle de lágrimas. De acuerdo, hay momentos de amargura y lágrimas. Y de lucha sin cuartel, miserias y violencia. Al igual que momentos de alegría, placer, plenitud. Pero, por lo visto, estos últimos hay que vivirlos con un intenso sentimiento de culpa y fugacidad. “No te rías tanto, que después podrían venir las lágrimas.” Joder, el después, que existe, también lo hacemos nosotros. Dejémonos de mandangas fatalistas. Si soy boludo, es bastante probable que tenga que comerme las consecuencias de mis boludeces. Pero también al revés. Si compongo mi vida con realismo, pensando, con voluntad de disfrutarla, es muy probable que lo consiga.

 

Claro, llegado ahí, veo perfectamente la función cumplida por las religiones y la educación conveniente de nuestro sistema enfermo. Alguien que no tiene miedo de soñar lo que sueña, de desear lo que desea, de vivirlo intensamente sin prejuicios –justamente: sin pre-juicios, ajenos por otra parte-, se ha salido de la manada. Alguien que decide por sí mismo, sobre sí mismo, no amortiza los gastos de publicidad. Si no consume idiotez, no piensa idiotez, es pensamiento subversivo. No engrasa la maquinaria. Si entiende el trabajo como el esfuerzo mínimo para subsistir, es que ya ha descubierto que se puede subsistir con una millonésima parte de lo que nos dicen. Ha entendido que la marginalidad –vivir al margen de la pandemia de idiotez-, es una obligación humana, dentro de una verdadera evolución. Que pensar, crítica, analítica, honesta, y realistamente, es todo lo contrario que el aburrimiento impartido por la brutal información-desinformación de los medios al servicio de la educación y las creencias represivas. Que la “trascendencia” que se nos impone, en la familia, la enseñanza, el trabajo, etc., no es más que un engaño, para sacarnos de nosotros mismos, y encadenarnos a una masa productiva, de la que otros pocos enfermos de idotez sacarán beneficio, sin tiempo ni capacidad real para disfrutarlo.

 

No hay trascendencia. Dejemos de chuparnos el prepucio. Me importa una libélula que lo que estoy escribiendo lo lea alguien después de mi muerte. Mejor o peor para él. A mí ya no me va a servir de nada. Aunque estas ideas salvaran a la humanidad, o la precipitaran en el error más abstruso, ni lo sabría ni lo vería. No es que me cague en la trascendencia, es que no existe. Trascender, ser eterno, otra u otras vidas, palabrerío, pajas mentales. En millones de años no ha sucedido, y no veo que vaya a suceder. A eso me atengo. Vivo con lo que soy y puedo hacer. Hoy sí, hoy disfrutaría la discusión, el entendimiento, el rechazo, argumentados, sobre este vuelco, al menos honesto, de rabia sobre lo que nos hacen, y nos dejamos hacer. El nombre, la resonancia futura, la fama, les sirve a los marchantes y editores. A van Gogh no le ayudó a comer, ni le ayuda hoy seguramente, el precio que se paga en el mercado por sus girasoles. Cualquiera podría agregar miles de ejemplos similares. Me gustaría escucharlo alabando la trascendencia de su obra. Siempre ha sido, y sigue siendo, lo mismo: Los putos mercaderes venden a precio de oro el pan de los muertos, mientras pacientemente esperan –negándoles la sal y el aceite-, que mueran los que están faenando el pan de hoy.

 

hablar de la trascendencia de los hijos –o en los hijos-, ya es un crimen de lesa humanidad. Porque quien pretende trascender –o sea continuarse más allá de la muerte-, en un hijo, está equivocando, y amargando dos vidas. Quiere realizar sus deseos, planes, o como le llamemos, en otro. ¿Es que el otro no tiene derecho a elaborar y elegir los propios? Acabamos de sintetizar el drama de casi todas las familias del mundo. Convencidos los gestadores de esa necesidad de trascender, o sea de obligar a sus retoños a trascenderlos, cagan la fruta antes de sembrar el árbol. Todo lo que no han sido capaces de realizar, todas sus frustraciones, deberán ser superadas cum laude por los hijos. No importa que estos no pidieran nacer ahí, y mucho menos estén dispuestos a cumplir semejante misión imposible. La Sociedad Anónima, de creyentes y educadores, sabe que es imposible. Son idiotas, pero prácticos. Por lo tanto, lo que les importa es que, de esa manera, irracional y conflictiva, se destruya en germen lo que los nuevos integrantes pudieran elaborar. En la etapa más importante de su formación se les reprime la individualidad, la libertad, la conciencia de ente autónomo que en realidad son. Los padres, la familia, se encargan de destruir esto. Y si alguno finalmente se rebela, aunque sea en parte, arrastrará lo que más machaconamente se grabó en el programa madre, o padre –mire usted por dónde, el nombre de los programas…-, o sea la culpa de desobedecer aquel mandato de trascendencia, haberlo traicionado para intentar ser uno mismo. ¿De qué manera podría ser feliz si lo consigue? ¿Cómo no sentir que, de alguna forma, deberá pagar con futuras catástrofes, cada instante de libre y personal felicidad? Me parece que empiezo a entender lo de Pillip Roth, aunque humanamente me siga molestando. Que es lo que se quería demostrar. ¿O no…?