Tras El Invitado y El Día del Estudiante, los dos primeros libros de esta saga que conocemos como Nubedil, entramos a Las Inquisiciones: “…donde el protagonista se ve embarcado en dos situaciones que hacen agua por los cuatro costados. Descubriendo, a la fuerza, sus propias grietas y fantasmas. Como es un afortunado, los problemas no sólo son largos y tortuosos, sino también simultáneos. Así, mientras en uno rema a contracorriente, en el otro se halla a merced de una conducción demente. Como asimismo es muy lúcido, el que ambas experiencias se den en un ámbito de lo más simple y cotidiano lo llevan a sospechar que la estupidez, la mentira, y el absurdo, posiblemente rijan lo que llamamos normalidad.”

    La ironía del autor es una muestra más del despiadado trabajo narrativo con que analiza esa realidad. Las voces, el recuerdo, las horas del fragmentado día de la espera, todos los recursos con que va ampliando el foco –como en la vida misma- nos siguen acompañando por una historia que ya es nuestra.

    No saber cuánto falta para el final –otra vez como en la vida- empuja a disfrutar cada paso, cada libro, con la pasión de los buenos e irrepetibles momentos

 

 

"Las Inquisiciones"  de Jorge  Lara

     Es un universo el de esta saga que libro a libro, y en la pantalla extra grande de nuestra imaginación, se va abriendo cada vez más, mientras cobra una riqueza y profundidad desacostumbradas. En la Galaxia Nubedil el avance, circular o elíptico, forma eslabones, encadena ideas, gira sin parar, y el vértigo abismal sentido no es otro que el del humano conocimiento.

     Al hablar de giros es obligatorio destacar la musicalidad, el ritmo de su prosa, también envolvente y redonda. Y los guiños, puntuales referencias, con discos que abren, cierran, o condicionan determinadas escenas. Recordemos un ejemplo: El penúltimo capítulo de El Día del Estudiante se mueve bajo la sensualidad del Hapo Zamani de Miriam Makeba y la danza de Graciela. Podría haber sido un juego más, algo extraño y desasosegante por la reacción causada en los protagonistas. Pero ahora lo vemos como el aviso que era, el avance de un zumbido todavía desconocido. Y Las Inquisiciones comienzan con los compases perdidos de Fever, un viejo single que se va cubriendo de moscas.

     Una progresiva invasión de moscas, como acertadamente define el autor las miserias, propias y ajenas, desencadenadas. Todo el magullado cuerpo de esta novela es un muestrario de la obsesiva búsqueda de razón al absurdo social de la mentira. Un desesperado esfuerzo por comprender lo incomprensible. Una guerra perdida de antemano. Pero de la que un espíritu honesto no huye jamás.

     El centro motor es el conflicto creado en la hasta entonces alegre y desafiante pareja. El tema, el fondo de sus juegos, cambia por completo. El disco habla de Pocahontas, Romeo y Julieta, pero es otra la fiebre inoculada. Se llama duda, desconfianza, engaño, celos, interrogatorios, sordidez, evasivas, fraude, desconsuelo, humillación mutua. Innumerables moscas, de innumerables y enfermizos nombres. Esa fiebre, ese lenguaje, componen los actuales diálogos de la pareja. Contradictoriamente, una faceta más a elogiar –literaria, claro. Por la maestría con que quedan dibujados a partir de ello. Por cómo los vemos y escuchamos en esos enfrentamientos furiosos, anodinos, terribles. Que sin embargo mantienen aquella ironía y hasta el humor –cruel o doliente ahora-, al que nos tenían acostumbrados. Sí, son otros juegos, otras incomodísimas y absurdas situaciones, pero el mismo dominio de algo tan difícil, y por eso tan elogiable.

     Destacando que además esta vuelta de tuerca despierta al lector dentro del lector. Nos recuerda que lo importante no es sólo lo que sucede, sino cómo sucede y por qué. Que el conocimiento depende tanto de la información como de la reflexión que sobre ella hagamos. Que esa es la invitación hecha desde un principio. La de ir asimilando una historia, un mundo, junto al protagonista, y quizá junto al autor que, para entenderla, la va montando, pieza a pieza, en su recuerdo.

     Y que ya en la página 14 nos advierte “Deje afuera sus esperanzas todo el que aquí entre.” Considerando que en ese momento se refiere a otro tramo de la novela: La incómoda aventura, supuestamente laboral, de un viaje impuesto por la Socia. Sí, mala, muy mala época la que se le agolpaba. No es precisamente un descanso el otorgado por estos capítulos paralelos, aunque para el lector, por comparación, lo sea.

     La historia de Río Cuarto es una obra en sí misma. Como lo son, y ya sabemos sus lectores, las variaciones Catch, los Nubediles, los Recuerdos, y el minucioso goteo de las horas de ese 21 de Setiembre del 72, columna vertebral de la saga en que seguimos al protagonista, mientras éste busca en su pasado y presente las razones y bases del futuro.

     Resaltar asimismo la riesgosa apuesta del autor al dividir este acontecimiento central a lo largo de los libros, respetando la progresión del relato. Definitiva muestra de su desmarque de cualquier concesión a lo que llamamos comercial, o conveniente, en literatura. Evidentemente, su fin es contar una historia, sin pensar en mercados o lectores cómodos.

     Impagable lo que nos ofrece en ese par de horas de una mañana lluviosa. Su Ciudad, las charlas y reflexiones, los personajes y hechos que se mezclan. Una pena que la fuerza de las inquisiciones propiamente dichas trague en parte la belleza de las historias que la acompañan. Ojalá siempre el placer de la lectura ofreciera tanta oposición cualitativa entre los diferentes campos a seguir.

     Apuntar por último algo esencial: La facilidad con que se lo lee –o con que escribe-, demostrando quizás que a través de lo simple y cotidiano es posible alcanzar toda la humana profundidad que generalmente negamos con nuestra cómoda y voluntaria ceguera.

Raúl  Duarte