ESCRITOS PARA “EL LAGO” Y NO UTILIZADOS EN LA NOVELA

 

El Padre Rossi alisó la sotana sobre las rodillas, sacudiendo de paso unas migas rebeldes del reciente desayuno. Quería enfocar la pregunta del chico arrodillado a su frente como parte de la confesión de alguien con nueve años. Éste, con la cabeza baja evitaba mirarlo. Pero esa era la actitud general. Y no, no había sido una pregunta. Él intuía una pregunta por debajo de lo dicho. Se había acusado de futuro antisocial. Padre, voy a ser un antisocial, fueron exactamente sus palabras. Algún malentendido, seguro. Pensó que lo mejor sería conducirlo a explicarse.

-Mirá, hijo, no podés confesarte de algo que aún no has hecho.

-Pero es que yo no quiero ser… ¿Qué hacen los antisociales?

 

El niño estaba desolado por la caída de las migas sobre el entarimado del confesionario. Por la fuerza con que los dedos del sacerdote las habían expulsado quedaban fuera de su visión. Ahora estarían a su izquierda, quizás entre las juntas de la madera, y para seguirlas, para dibujar algo con ellas, hubiera debido torcer la cabeza. Tenía que encontrar otra cosa, algo, antes de llegar a la parte difícil.

-Bueno… -contestó el cura-. Se le dice así a la gente que no acata las normas de convivencia. Los que viven fuera de la moral y las buenas costumbres. Pero vos sos un buen chico, un buen alumno. ¿Por qué ibas a convertirte en eso?

-Porque no juego -por suerte ya había elegido el soleo, o como se llamara esa bufandita que besaban y se ponían al cuello para confesar. Las hebras doradas hacían un camino que podía seguir todo el tiempo que hiciera falta.

-¿Qué decís…? ¿Qué tiene que ver eso con ser un antisocial? ¿Quién te ha metido eso en la cabeza?

-La Caty. Dijo que ya era bastante raro. Pero que si además no jugaba me iba a convertir en un antisocial.

-A ver -el cura empezaba a sospechar por dónde iba la cosa-, en primer lugar no tenés que darle tanta importancia a lo que esa amiguita tuya diga. ¿Por qué no querías jugar con ella?

-Es que la Caty no es amiga mía. Bueno, no sé -el chico levantó la cabeza y lo miró, confundido-, un poco sí. Pero yo no quería jugar con ella.

-Sí, ya… Eso ya lo sabemos. Mejor contame a qué quería ella que jugaran.

-¿Ella…? No lo sé. Yo quería ir a jugar con los chicos de la barra, en el campito de la esquina.

-¿Ves…? Algo de lo más natural. Por eso te digo que no le hagás caso. Las chicas a veces son un poco caprichosas. ¿Seguro que no te dijo a qué quería que jugaras con ella?

-No, Padre, usted no me entiende. Ella le decía todo eso a la Elena. Yo las escuché.

-Está bien, está bien. Sos vos quien no entiende muchas cosas todavía. Pero ya las irás entendiendo. Y no te preocupés, que eso no te va a llevar a ser un antisocial. ¿Hay algo más que quieras confesar?

-Eeeh, no -titubeó un momento-. No, creo que no.

-¿Desobediencias, malos pensamientos…?

 -No, Padre. Lo que me preocupaba…

-Olvidate de esa tontería -le hizo la señal de la cruz-, y de todas formas vas a rezar tres padrenuestros y tres avemarías, para que el Espíritu Santo te ayude a ver que lo importante es lo que hay en tu alma. Andá en paz.

 

El sacerdote sonreía para sus adentros al notar lo poco convencido que se iba. Era cierto que el galleguito ese tenía cosas raras. Demasiado serio siempre. Aunque no podía decir nada en su contra. Uno de los mejores alumnos, obediente, respetuoso. En religión, que era la materia que él daba, sabía cosas que lo sorprendían. Una vocación temprana, quizás. Tendría que observarlo con más atención.

 

En cambio el niño estaba más confundido que al principio. Es cierto que había averiguado lo que significaba ser un antisocial. Pero no le veía la relación. Y tampoco tenía idea de a qué podría haber querido jugar la Caty. El Padre Rossi parecía tan seguro. Otro con eso de que ya entendería más adelante. ¿Pero, mientras tanto, cómo se comportaba? Él quería hacer las cosas bien. Y sin embargo…

 

El día anterior, después de venir del colegio, comió, durmió la siesta, hizo los deberes, y le pidió a la madre la lista de las cosas que hubiera que comprar. Era el encargado de esto, porque la madre estaba muy ocupada trabajando. El padre tenía el taller de cortado, y de modelismo de calzado, al fondo, cruzando el patio. Y ella el de aparado y picado en lo que antes era el garaje. Le explicó que prefería hacer los mandados temprano porque habría menos gente. Pero sobre todo intentaba terminar antes de las seis, que era cuando le habían dicho los chicos de la barra que jugarían el partido contra los del Colorado Quaranta. Por primera vez le avisaban que contaban con él para un partido. No podía perder esa oportunidad. La noche anterior le costó dormirse imaginando incidencias, atajadas que haría aunque el fútbol le pelara las manos. A la siesta le pasó igual. En realidad sólo dio vueltas en la cama, sin dormirse. Además no le gustaba acostarse después de comer. Pero la madre siempre fue inflexible con las siestas. Durmiera o no, a la cama. "Esa horita tu padre tiene que descansar, y nadie va a andar haciendo ruido."

 

Él ya lo sabía. Y por supuesto que no hubiera hecho ningún ruido. Qué ruido podía hacer, desde su habitación, si se ponía a leer, o a hacer los deberes. O si se iba a jugar con los chicos en la calle. Todos, después de comer salían, y se ponían a charlar, o cambiar revistas, o jugar a las bolitas o lo que fuera. Pero si lo mencionaba la madre se ponía furiosa. "Esos se pasan todo el día en la calle. Tú no eres como ellos." Otra más. Aunque se había esforzado, no podía ver la diferencia. No eran negros, como decían sus padres. Algunos incluso eran más rubios que él. Es cierto que no tenían la piel tan blanca, pero porque jugaban al sol. Y seguro que no había que llenarles de almidón y tomate los hombros, o la frente, como le pasaba a él, si algún día iban al campo. Aparte que no era cierto que se pasaran todo el día en la calle. Ellos también iban al colegio.

 

Razonamientos inútiles que, o no eran escuchados, o se cerraban con la orden definitiva de irse a la cama. No, ella tampoco era igual que las otras madres. Y no iba a dejar que a su hijo le diera un corte de digestión por hacer el indio. Bien, contra este argumento no se le ocurría nada. Y decirle que aquellos chicos no parecían sufrir los cortes de digestión sólo le hubiera acarreado el par de bofetadas, o el chancletazo, que la madre utilizaba en casos de insistencia.

 

Así que esa tarde cumplió todos los requisitos. Tras hacer las compras, a paso más que vivo, limpió, antes que se lo pidieran, el piso alrededor de las máquinas, que siempre se llenaba de hilos y recortes. La madre, que lo conocía de sobra, ni siquiera lo miró. Pero Elena y Caty, las dos chicas que trabajaban para ella, sí lo hacían de reojo, y movían con desánimo la cabeza. Él sólo preguntó si necesitaba algo más. Y ante la negativa, respiró con fuerza y cruzó el patio. Sabía que ella le hubiera dicho habla con tu padre, así que daba igual.

 

No era consciente aún de la cantidad de reacciones que se producían en él al abrir aquella puerta. Ni siquiera hubiera podido nombrar la sensación de pánico, de fracaso anticipado, que lo envaraba por completo al hacerlo. Sí notaba, en cambio, la necesidad de encontrar los dibujos salvadores. Por suerte allí ya hacía tiempo que los había localizado. Los mosaicos con que finalmente revistieron ese piso habían salido de unos restos de oferta. Así que había rosetones, guardas, flores de lis, granito, arabescos… En todo caso variaba la ruta, de acuerdo a su posición, o al caprichoso obstáculo de las virutas de chapa, o cartón, que despedía el pantógrafo. Pero estas alternativas también ayudaban. Ofrecían nuevos elementos, la vista iba y volvía, dudaba en la elección, probaba salidas del laberinto, vadeaba siempre el mayor peligro.

 

Tampoco notaba aún la falta de confianza en sus súplicas, la vergonzosa inseguridad de las réplicas. Paradójicamente, cada vez que iba a pedirle permiso a su padre para salir a jugar, se ofrecía como el juguete de goma que rebotaría entre esas paredes hasta el cansancio. ¿Al menos, entonces, para el padre sería un juego? Difícil saberlo. En contra de la repetida frase, hay actitudes que ni siquiera el tiempo y la distancia ayudan a entender. Él primero se ofrecía, calculando el escaso margen que quedaba hasta la hora del partido, para ayudarle si necesitaba algo. Antes, de un vistazo, había comprobado que por suerte no tenía ninguna escala terminada. Así que todavía no podía pedirle que las lijara. El padre lo miraba por encima de sus anteojos. Inequívoco gesto de no creas que no me doy cuenta de lo que estás buscando. Pero a él no le importaba, porque no intentaba ocultar nada. Sólo quería demostrar su buena voluntad, esperando que, por acumulación de méritos, alguna vez lo premiaran con el anhelado permiso. Hasta de eso estaba lejos aún. De entender que el juego no era un premio sino un derecho.

 

Y se encontraba, de golpe, aplastado por la cara de enfado del padre. Por el repetido discurso que no encontraba forma de encadenar, de llevar al terreno de lo solicitado, sin que se rompiera. "Por lo visto a ti no te importa ver a tu padre matándose aquí todo el santo día. ¡Hala, él no piensa más que en jugar, en jugar! ¿Y los demás, qué…? ¿También nos tendríamos que ir a jugar? ¡A ver quién te pagaría el colegio, que bien baratito que nos sale! ¿Así es como nos lo devuelves…? ¿Pensando sólo en jugar? En irte a la calle, como si te quemara estar en tu casa. A vivir como esos otros, a la buena de Dios. ¿Tú me ves a mí que me vaya a jugar, a sentarme en la vereda, como sus padres, a hablar idioteces y beber hasta las tantas…? ¡Mira, no me hagas perder la paciencia, y quítate de mi vista, zángano!"

 

El significado de zángano sí que lo conocía, pero estaba seguro de no serlo. Y le dolía tanto que se lo dijera, que clavaba los ojos en la flor de piedra. Generalmente la flor de piedra, no sabía por qué, era la mejor en esos momentos. Cuando le empezaban a escocer los ojos, y el nudo en la garganta le avisaba que ya no podía más, la rodeaba una y otra vez, tratando de no parpadear, para que las lágrimas se quedaran allí. Si la flor no se desdibujaba lo había conseguido. No tenía que llorar. Hubiera sido lo peor. Se ponían frenéticos si lloraba. Y lo acusaban de muchas más cosas. Además el padre hubiera llamado a la madre, y ésta seguro que le pegaba. Había perdido otra vez. No tenía sentido decir nada. Un momento antes hubiera tratado de explicarle que si había hecho los deberes de aritmética, y geometría, y el dibujo de historia, y había ido a comprar a la carnicería y el almacén, y había limpiado en el garage, era porque había pensado en todo eso. Quedaba claro que no pensaba sólo en jugar. Y el colegio lo habían elegido ellos. Y sabían que estudiaba mucho, y era el mejor alumno de su clase. Él no quería que su padre bebiera, ni ninguna de esas cosas. Él sólo quería jugar, porque…

 

Pero tenía que salir rápido de allí, el dolor en el pecho volvía a subir. Así que cuando atravesó otra vez el patio, hacia la casa, se encontró con Caty y Elena, que venían de la cocina. Y ante sus preguntas les contó que no iba a jugar el partido de esa tarde. Lo de zángano, y todo lo otro, se lo calló. Además las baldosas del patio no tenían dibujos. Quizás fue eso. O que Caty, pasándole la mano por la cabeza, comentó con la otra: "¿A vos te parece…? ¿Cómo no va a poder jugar con los otros chicos?" Y la Elena, en voz más baja, y un poco más lejos: "Pobre… Ya es bastante raro, todo el día trabajando y encerrado. Van a terminar por convertirlo en un antisocial." Al escuchar lo de pobre, se le quebró la resistencia, empezó a llorar y entró corriendo a su habitación. Por suerte la madre no estaba. Pero un rato después, lo que le seguía dando vueltas en la cabeza era la última palabra.