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TEXTO  ESCRITO  PARA "EL LAGO"  Y NO UTILIZADO EN LA NOVELA

CHARLA  DE  EL COSO  CON  EL  L-J-

     -Aquello fue una anécdota. Como tal, aunque bastante más abreviada, me la contó el mismo. No es la única diferencia. A mí me cuesta verle la gracia, y él sonreía con una especie de ternura, como acariciándole la cabeza a su predecesor. Decía que esa forma de ver, dentro de lo que todavía no se entiende, el elemento que es, o va a ser importante, lo perseguía siempre. Quizás te atrae, y a partir de ahí vos lo convertís en importante, le apunté. Quizás te sirve para escapar de lo verdaderamente importante. Creo que quería chicanearlo, obligarlo a admitir el dolor del recuerdo. Me molestaba esa distancia de taxidermista con que hablaba de su infancia. Sin embargo, con la misma sonrisa de antes -¿a quién le estaba pasando ahora la mano por la cabeza?-, respondió que sí, que podía ser. Pero, en definitiva, ese es tu problema, ¿no…? Quien quiere contar la historia sos vos.

 

        Es fácil odiarlo. Tan fácil como resulta aprender a su lado. Niega su aprendizaje zen, aunque yo nunca pretendí mencionarlo como algo a lo Kung-Fú, pequeño saltamontes y todo eso. Pero sus respuestas, sus silencios, la manera en que te da vuelta, como un cachetazo, y hay que cerrar los ojos y contar hasta diez, para no matarlo, porque te ha metido el dedo en plena hemorroide, es de puritito maestro hincha pelotas. Me da igual que lo haya leído, soñado, o pasado diez años en el Tíbet.

        -Dale, ahora metele esos años de piernas cruzadas. Seguro que te va a facilitar la búsqueda de lo que no sabemos sobre él.

          -Da igual, Ele, entre lo que calla y lo que niega…

        -Pero se trataba de entenderlo a partir de su infancia. O su no infancia, como vos decís. Con suerte, ya llegaremos a la otra parte. Hablame de lo que sí te contó, o lo que después fuiste averiguando. Todo rompecabezas surge, si se arma bien, a partir de las imágenes conocidas.

        -De acuerdo. A lo mejor ese manejo de la casuística viene de ahí. ¿Te he contado mi teoría sobre el nacimiento no discriminado de las teorías?

       -Algo discutimos ya, creo recordar, pero era sobre los mitos y leyendas. ¿Estás seguro que, aparte de darte brillo, va a servir para algo?

        -Todo lo que ayude a pensar sirve. Por ejemplo a disfrutar tanto un ensayo como una novela. Lo que te pasa es que sos un jodido. Si se te hubiera ocurrido a vos te parecería de lo más pertinente. ¿O no…?

        -Dale, por favor. Ardo en deseos de escucharte.

        -Es lo mismo que en los mitos, ancestrales o no. Para separar al hombre del hombre, tratan de convencernos que distintas civilizaciones producen distintas explicaciones a sus dudas y miedos. Cuando la diferencia apenas existe en las lenguas o formas de expresarlo. Pero esas preocupaciones son siempre las mismas en cualquier hombre y en cualquier punto del planeta. La montaña, el río, o el desierto, condicionan matices de expresión, forjan un carácter duro o melancólico. Y las religiones, claro, las religiones condicionan la libertad de razonar a pleno.  Sin embargo quien lo hace llega a las mismas o parecidas conclusiones.  No hay un pensamiento de oriente y otro de occidente.

        -¿Estás seguro…?

        -No seás boludo. No me refiero a las recopilaciones escritas. Eso es lo impreso y publicado. O sea lo admitido por el poder de cada lado como representativo. La historia oficial. Decime ahora que la historia oficial es la verdad, en cualquier parte del mundo. Un individuo en Osaka, la Patagonia, o Illinois, razona sobre sus dudas y problemas e implementa métodos que lo ayudan a enfrentarlos. Quizás no encienda velas, ni sepa lo que es la postura del loto, pero se sienta con el mate, en el patio de atrás, y pierde la mirada en las nubes, o entre los pinos, porque ha descubierto que eso le permite calmarse. Y cuando vuelve a aquello que le acuciaba nota una claridad, una tranquilidad, que transforma el panorama y le presenta la cuestión como más desnuda y simple. No me mirés así, es un ejemplo improvisado. Lo importante es entender que los nombres de meditación trascendental, mente en blanco, imperativo categórico, nirvana, etc., son estúpidas marcas registradas, apropiaciones sociales de las que se habrían reído quienes las inventaron. Que podés llegar al mismo punto sin ritos ni lecturas. No hay exclusividad geográfica para el pensamiento. Y no, no niego ni el estudio ni el aprendizaje, digo que puede suceder sin eso. Que la rueda tal vez se inventó en Asia, pero a lo mejor un indio en el Amazonas ya hacía rodar sus cargas con troncos recortados.

        -Maravilloso, Doctor. ¿Pero todo eso es para sugerir que nuestro personaje era un maestro zen autodidacta?

        -Quedate con lo de autodidacta, que es seguro. Desgraciadamente de sus zonas oscuras nunca conseguí que hablara.

        -A lo mejor no las tiene. Creo que tu imaginación se dispara en eso.

        -Sí que las tiene. Ya vas a ver cómo vos también empezás a notarlas.

        -Bueno, reconozco que en algunas cosas…

        -En más de las que nos gustaría. Si yo no me hubiera tomado el trabajo de visitar a un montón de gente allá, antes de venirme, y algunos ahora acá, su infancia, la familia, todo eso, tendríamos un hueco apreciable a la hora de entenderlo. Y mirá que de esos temas sí que charlamos un huevo.

        -Macanudo. Sabemos entonces, según vos, que estaba destinado a ser un antisocial porque no jugaba. Que era obediente, responsable, buen alumno…

       -Cuando yo digo que sos un jodido… No te burlés. Era así, y justamente eso le producía un quilombazo en el bocho. Digamos que en realidad el quilombo no se le armó hasta que no se cambiaron de casa. Mientras vivían en el Centro, en un conventillo de la calle Lima, su mundo era inquebrantable. Las pautas que lo regían no entraban, o casi no entraban, en colisión perceptible con el resto. Aquellas cuestiones que hubieran podido inquietarlo, o llevarlo a preguntarse los por qués, eran apartadas con la convicción que sus padres, dioses absolutos de esa época, resolvían siempre lo mejor, no podían equivocarse.

        -¿Era un conventillo? Entonces vivían en una misma habitación los tres, ¿no?

        -Ya empezás a aportar algo. Cómo se nota que estuviste casado con una sicóloga. No, Ele, sería un dato interesante, pero no dormía en la misma pieza que los padres. Aunque esto también marca y define. Ya en España, no bien nacer, el padre decidió que pusieran su cuna en otra habitación. Y parece que, tras llorar un poco, se calmó y no volvió a molestarlos por la noche.

        -Ché, no me parece mal. Al contrario, fomentás su independencia.

        -Me convenciste. Seguro que lo hicieron por eso. Ambos deseaban, por encima de todo, un hijo independiente y libre. El que está brillante hoy sos vos, eh. Ya hablaremos de eso, no te preocupés. No, la zona que les tocaba a ellos en ese departamento -pude visitarlo-, era la terraza, a la que se subía por una escalera metálica de caracol. Tendría unos diez metros de ancha, con una pieza en cada extremo, y una especie de cocina-lavadero al medio, techada con zinc. La habitación más grande tenía la cama de los viejos, un ropero, un aparador, y una mesa con sillas. En la otra apenas alcanzaba para la camita de él y un baúl, sin ventanas. Era su lugar para la siesta y la noche. Según contaba no tiene ningún recuerdo especial de ella, ni de que le molestara esa separación. Al principio la madre lavaba, cosía, y planchaba ropa que le traían. Así que se pasaba el día hablando con él, y enseñándole a leer y escribir. Dos años después, cuando entró al colegio, ya hacía rato que leía cualquier revista que cayera en sus manos, o copiaba párrafos del Selecciones del Reader´s Digest, que les pasaba Doña Josefa, la dueña del departamento, que vivía en la parte de abajo.

       

     En realidad toda su educación fue obra de la madre. Esos cinco o seis años que, según dicen, son los que forman las principales características de una persona estuvieron en sus manos. Mientras vivieron en España, en la Casa Cuartel de la Guardia Civil, ya que el padre pertenecía a este cuerpo, la única compañía que ella tenía era el hijo. Además, y con cierta razón, consideraba a las otras mujeres muy por debajo de su formación. La extracción social de los policías no varía demasiado en el orbe. Casi siempre está compuesto por los que no saben hacer nada, y robar les da miedo. Antonio, el padre de Jorge, se acercaba bastante a esa definición. Ya te contaré su historia. Pero fundamentalmente se enroló en la Guardia Civil al ser rechazado por la vista en la carrera militar. El típico hombre débil e inseguro, que necesita esconderse tras un uniforme.

       

     La madre había sido una estudiante ejemplar. Con trece o catorce años el gobierno de la República la había becado para estudiar Pedagogía en Alicante. El estallido de la guerra civil truncó eso. Y claro, cuatro años después no estaban las cosas para reclamarle a Franco que mantuviera los subsidios de estudios para los menos favorecidos económicamente. No, no hace falta que me lo preguntés, yo tampoco tengo idea por qué ambos padres son tan acérrimamente franquistas, cuando a ella claramente la perjudicó. Acordate que, ante todo, es católica, apostólica, romana, y no sé si me dejo algo. Supongo que diría el señor me lo dio, el señor me lo quitó, alabado sea, etc. En eso no ha cambiado, también con ella hablé tupidito, y es de las que con dios me acuesto, con dios me levanto. Sí, nos reímos porque a nosotros no nos tocó de madre, pero este pobre se la manyó lungo.

       

     Pero, bueno, la cosa es que su preparación, en la España que quedó tras la guerra, y más en ese ambiente, la separaba mucho de los gustos y conversaciones de las otras familias que componían el cuartel. Y encima a los maridos les tocaba ausentarse bastante seguido en partidas de rastrillaje a las zonas montañosas que aún pudieran guardar maquis, que es como llamaban a la resistencia sobreviviente. Mal asunto para los asustados, aunque grupalmente belicosos guardias. Y malo también para ellas, que vivían con el alma en un  hilo, aguardando la funesta noticia de algún enfrentamiento y una bala perdida. No le tocó. Pero sí tuvo que apechugar con esa vida enclaustrada, en la que sólo tenía la diaria asistencia a la iglesia del pequeño pueblo. O sea que su única compañía y, digamos interlocutor válido, fue el chico.

        -¿Y el marido…?

        -Bueno, al respecto ella cuenta una anécdota bastante demostrativa. Parece ser que en los últimos años de noviazgo estuvieron bastante alejados, porque no bien terminar la guerra Antonio se enroló voluntario para cumplir el servicio militar, después intentó continuar su carrera en la aviación, que es cuando lo rechazaron por la vista, y terminó por ingresar a la Guardia Civil. El asunto es que durante todo ese tiempo él le escribía inflamadas cartas de amor, que ella leía y releía mientras hacían planes de boda. Finalmente se casaron, y sólo dispusieron de un permiso de tres días como luna de miel. Así que en la primera noche, ya en su casa, ella dispuso la cena frente al hogar encendido, y en cuanto acabaron abrió la caja de cartón donde guardaba aquella correspondencia, atada con cintas de colores, y arrobadamente le propuso que la leyeran juntos, para escucharle repitiendo aquellas frases tan hermosas. Pero él le pegó un empujón a la caja, volcando su contenido, y le dijo que se dejara de pamplinas. Que eso no eran más que tonterías de chicos, cosas que se dicen sin pensar. Y acto seguido se fue al dormitorio. Según me contó ella fueron las primeras y amargas lágrimas de su matrimonio. Jura que sintió cómo se le rompía algo por adentro, y cómo se iba prometiendo a sí misma que nunca más tendría una actitud de amor hacia ese hombre, mientras iba rompiendo una a una las cartas y tirándolas al fuego. El rencor con que lo contaba, casi treinta años después, era paralelo al orgullo de afirmar que había cumplido con lo prometido. Es inútil preguntarse por qué siguieron juntos. Ya sabés, el sagrado sacramento del matrimonio, una esposa debe seguir a su marido hasta que la muerte los separe. Toda esa parafernalia, que en su caso podés leer perfectamente como no voy a parar hasta que te destruya y te entierre, hijo de puta. Aunque no se permitiría expresarlo así, claro. Pero siguiendo su historia es imposible imaginar siquiera otra cosa. El desolador panorama de tantas y tantas parejas que, tras cometer el error de una unión, por calentura, conveniencia, o lo que sea, asumen el castigo, el sacrificio hasta las últimas consecuencias. Y arrastran, en esa aniquilación de odio y resentimiento mal disimulado, ristras de hijos que a su vez crecerán mamando ese destilado bajo mentirosos nombres, que no los ayudarán precisamente a entender el mundo en que los han metido. ¿Por qué lo hacen? ¿Qué estúpida ley es esa que no nos permite corregir un error? ¿Por qué en el mundo del trabajo no rige igual? ¿Es más importante la obtención de ganancias, que la de la una vida equilibrada y feliz? Por lo visto sí. La ley de acierto y error vale para la ciencia, o la producción, pero no para la vida cotidiana. Cómo nos vamos a extrañar de los resultados. El César tiene que pensar de una forma en su casa, y de la contraria en el trabajo. Lo difícil sería que no la cague en los dos lados.

       

     Vaya a la mierda. Jorge la escuchaba a la puta de la suegra, narrando su promesa de no darle nunca más el gusto a su marido en plena luna de miel. Y resulta que en su casa, con algunas variantes, compartían la escena inicial. También en su caso lo difícil sería no cagarla en ambos lados. Momento en el que nos detuvimos para esta revisión, cada vez más pertinente y necesaria. Porque Pilar, esa mujer resentida, es quien lo crió. No pudiendo hablar, descargarse con nadie más, desde su nacimiento lo hizo su obligado confidente y alumno. Para Jorge esa voz fue la voz del saber absoluto.

SOBRE  "EL PROFESOR DEL DESEO" DE PHILIP ROTH

Acabo de leer El Profesor del Deseo, de Roth. Bueno, y muy bien escrito, como casi todo lo de él. Pero me he quedado pensando en el por qué de esa obsesiva neurosis, que le impide cerrar el libro y esa etapa en concordancia con lo que realmente sucede. Me molesta esa negación de la realidad feliz, ideal, en que se halla, para ensombrecerla con lo que piensa que va a suceder. Sí, de acuerdo, pinta su enfermedad, o la de su personaje. Por otra parte la enfermedad, la neurosis, de toda su obra. Y me molesta, justamente, porque es un escritor lúcido, analítico, profundamente crítico, con personajes y situaciones. Siempre espero que esa lucidez lo lleve a hacer, o hacerse, las preguntas que desentrañarían esos por qués.

 

La incapacidad manifiesta para disfrutar los momentos de felicidad pensando que se van a acabar. Este cuerpo que deseo, dentro de un año sólo me provocará, con suerte, un desapegado cariño. Esta mujer bella, joven, alegre, que hoy llena mis horas, mañana será inaguantable porque quema las tostadas, o se olvida de echar la correspondencia al correo. Este momento maravilloso, en que mi padre nos visita, charla, y come con nosotros, está destinado a desaparecer, como él mismo. ¡No te jode! Todo está destinado a desaparecer, o transformarse, o lo que sea. Si el amargueti del personaje se muere de repente al día siguiente, se habría salvado de tener que contemplar y sufrir esa descomposición de lo ideal. No disfrutemos hoy, por todo lo que, probablemente o no, pudiera suceder de aquí a un tiempo.

 

¡Qué manera de joderse la vida! La mitad de cada libro buscando desesperadamente algo que se le resiste, se le prohíbe, se distancia y dificulta. Para, una vez hallado, o ganado, sentir vergüenza de tenerlo, miedo de tenerlo porque seguramente lo va a perder, lo va a echar a perder, lo va a traicionar, o lo van a traicionar… Todas las variantes posibles del no disfrute. ¡Qué carajo hemos mamado, para pensar así! No, no es difícil la respuesta: Las putas religiones, tendientes a convertir la vida en un valle de lágrimas. De acuerdo, hay momentos de amargura y lágrimas. Y de lucha sin cuartel, miserias y violencia. Al igual que momentos de alegría, placer, plenitud. Pero, por lo visto, estos últimos hay que vivirlos con un intenso sentimiento de culpa y fugacidad. “No te rías tanto, que después podrían venir las lágrimas.” Joder, el después, que existe, también lo hacemos nosotros. Dejémonos de mandangas fatalistas. Si soy boludo, es bastante probable que tenga que comerme las consecuencias de mis boludeces. Pero también al revés. Si compongo mi vida con realismo, pensando, con voluntad de disfrutarla, es muy probable que lo consiga.

 

Claro, llegado ahí, veo perfectamente la función cumplida por las religiones y la educación conveniente de nuestro sistema enfermo. Alguien que no tiene miedo de soñar lo que sueña, de desear lo que desea, de vivirlo intensamente sin prejuicios –justamente: sin pre-juicios, ajenos por otra parte-, se ha salido de la manada. Alguien que decide por sí mismo, sobre sí mismo, no amortiza los gastos de publicidad. Si no consume idiotez, no piensa idiotez, es pensamiento subversivo. No engrasa la maquinaria. Si entiende el trabajo como el esfuerzo mínimo para subsistir, es que ya ha descubierto que se puede subsistir con una millonésima parte de lo que nos dicen. Ha entendido que la marginalidad –vivir al margen de la pandemia de idiotez-, es una obligación humana, dentro de una verdadera evolución. Que pensar, crítica, analítica, honesta, y realistamente, es todo lo contrario que el aburrimiento impartido por la brutal información-desinformación de los medios al servicio de la educación y las creencias represivas. Que la “trascendencia” que se nos impone, en la familia, la enseñanza, el trabajo, etc., no es más que un engaño, para sacarnos de nosotros mismos, y encadenarnos a una masa productiva, de la que otros pocos enfermos de idotez sacarán beneficio, sin tiempo ni capacidad real para disfrutarlo.

 

No hay trascendencia. Dejemos de chuparnos el prepucio. Me importa una libélula que lo que estoy escribiendo lo lea alguien después de mi muerte. Mejor o peor para él. A mí ya no me va a servir de nada. Aunque estas ideas salvaran a la humanidad, o la precipitaran en el error más abstruso, ni lo sabría ni lo vería. No es que me cague en la trascendencia, es que no existe. Trascender, ser eterno, otra u otras vidas, palabrerío, pajas mentales. En millones de años no ha sucedido, y no veo que vaya a suceder. A eso me atengo. Vivo con lo que soy y puedo hacer. Hoy sí, hoy disfrutaría la discusión, el entendimiento, el rechazo, argumentados, sobre este vuelco, al menos honesto, de rabia sobre lo que nos hacen, y nos dejamos hacer. El nombre, la resonancia futura, la fama, les sirve a los marchantes y editores. A van Gogh no le ayudó a comer, ni le ayuda hoy seguramente, el precio que se paga en el mercado por sus girasoles. Cualquiera podría agregar miles de ejemplos similares. Me gustaría escucharlo alabando la trascendencia de su obra. Siempre ha sido, y sigue siendo, lo mismo: Los putos mercaderes venden a precio de oro el pan de los muertos, mientras pacientemente esperan –negándoles la sal y el aceite-, que mueran los que están faenando el pan de hoy.

 

hablar de la trascendencia de los hijos –o en los hijos-, ya es un crimen de lesa humanidad. Porque quien pretende trascender –o sea continuarse más allá de la muerte-, en un hijo, está equivocando, y amargando dos vidas. Quiere realizar sus deseos, planes, o como le llamemos, en otro. ¿Es que el otro no tiene derecho a elaborar y elegir los propios? Acabamos de sintetizar el drama de casi todas las familias del mundo. Convencidos los gestadores de esa necesidad de trascender, o sea de obligar a sus retoños a trascenderlos, cagan la fruta antes de sembrar el árbol. Todo lo que no han sido capaces de realizar, todas sus frustraciones, deberán ser superadas cum laude por los hijos. No importa que estos no pidieran nacer ahí, y mucho menos estén dispuestos a cumplir semejante misión imposible. La Sociedad Anónima, de creyentes y educadores, sabe que es imposible. Son idiotas, pero prácticos. Por lo tanto, lo que les importa es que, de esa manera, irracional y conflictiva, se destruya en germen lo que los nuevos integrantes pudieran elaborar. En la etapa más importante de su formación se les reprime la individualidad, la libertad, la conciencia de ente autónomo que en realidad son. Los padres, la familia, se encargan de destruir esto. Y si alguno finalmente se rebela, aunque sea en parte, arrastrará lo que más machaconamente se grabó en el programa madre, o padre –mire usted por dónde, el nombre de los programas…-, o sea la culpa de desobedecer aquel mandato de trascendencia, haberlo traicionado para intentar ser uno mismo. ¿De qué manera podría ser feliz si lo consigue? ¿Cómo no sentir que, de alguna forma, deberá pagar con futuras catástrofes, cada instante de libre y personal felicidad? Me parece que empiezo a entender lo de Pillip Roth, aunque humanamente me siga molestando. Que es lo que se quería demostrar. ¿O no…?

 

ESCRITOS PARA “EL LAGO” Y NO UTILIZADOS EN LA NOVELA

 

El Padre Rossi alisó la sotana sobre las rodillas, sacudiendo de paso unas migas rebeldes del reciente desayuno. Quería enfocar la pregunta del chico arrodillado a su frente como parte de la confesión de alguien con nueve años. Éste, con la cabeza baja evitaba mirarlo. Pero esa era la actitud general. Y no, no había sido una pregunta. Él intuía una pregunta por debajo de lo dicho. Se había acusado de futuro antisocial. Padre, voy a ser un antisocial, fueron exactamente sus palabras. Algún malentendido, seguro. Pensó que lo mejor sería conducirlo a explicarse.

-Mirá, hijo, no podés confesarte de algo que aún no has hecho.

-Pero es que yo no quiero ser… ¿Qué hacen los antisociales?

 

El niño estaba desolado por la caída de las migas sobre el entarimado del confesionario. Por la fuerza con que los dedos del sacerdote las habían expulsado quedaban fuera de su visión. Ahora estarían a su izquierda, quizás entre las juntas de la madera, y para seguirlas, para dibujar algo con ellas, hubiera debido torcer la cabeza. Tenía que encontrar otra cosa, algo, antes de llegar a la parte difícil.

-Bueno… -contestó el cura-. Se le dice así a la gente que no acata las normas de convivencia. Los que viven fuera de la moral y las buenas costumbres. Pero vos sos un buen chico, un buen alumno. ¿Por qué ibas a convertirte en eso?

-Porque no juego -por suerte ya había elegido el soleo, o como se llamara esa bufandita que besaban y se ponían al cuello para confesar. Las hebras doradas hacían un camino que podía seguir todo el tiempo que hiciera falta.

-¿Qué decís…? ¿Qué tiene que ver eso con ser un antisocial? ¿Quién te ha metido eso en la cabeza?

-La Caty. Dijo que ya era bastante raro. Pero que si además no jugaba me iba a convertir en un antisocial.

-A ver -el cura empezaba a sospechar por dónde iba la cosa-, en primer lugar no tenés que darle tanta importancia a lo que esa amiguita tuya diga. ¿Por qué no querías jugar con ella?

-Es que la Caty no es amiga mía. Bueno, no sé -el chico levantó la cabeza y lo miró, confundido-, un poco sí. Pero yo no quería jugar con ella.

-Sí, ya… Eso ya lo sabemos. Mejor contame a qué quería ella que jugaran.

-¿Ella…? No lo sé. Yo quería ir a jugar con los chicos de la barra, en el campito de la esquina.

-¿Ves…? Algo de lo más natural. Por eso te digo que no le hagás caso. Las chicas a veces son un poco caprichosas. ¿Seguro que no te dijo a qué quería que jugaras con ella?

-No, Padre, usted no me entiende. Ella le decía todo eso a la Elena. Yo las escuché.

-Está bien, está bien. Sos vos quien no entiende muchas cosas todavía. Pero ya las irás entendiendo. Y no te preocupés, que eso no te va a llevar a ser un antisocial. ¿Hay algo más que quieras confesar?

-Eeeh, no -titubeó un momento-. No, creo que no.

-¿Desobediencias, malos pensamientos…?

 -No, Padre. Lo que me preocupaba…

-Olvidate de esa tontería -le hizo la señal de la cruz-, y de todas formas vas a rezar tres padrenuestros y tres avemarías, para que el Espíritu Santo te ayude a ver que lo importante es lo que hay en tu alma. Andá en paz.

 

El sacerdote sonreía para sus adentros al notar lo poco convencido que se iba. Era cierto que el galleguito ese tenía cosas raras. Demasiado serio siempre. Aunque no podía decir nada en su contra. Uno de los mejores alumnos, obediente, respetuoso. En religión, que era la materia que él daba, sabía cosas que lo sorprendían. Una vocación temprana, quizás. Tendría que observarlo con más atención.

 

En cambio el niño estaba más confundido que al principio. Es cierto que había averiguado lo que significaba ser un antisocial. Pero no le veía la relación. Y tampoco tenía idea de a qué podría haber querido jugar la Caty. El Padre Rossi parecía tan seguro. Otro con eso de que ya entendería más adelante. ¿Pero, mientras tanto, cómo se comportaba? Él quería hacer las cosas bien. Y sin embargo…

 

El día anterior, después de venir del colegio, comió, durmió la siesta, hizo los deberes, y le pidió a la madre la lista de las cosas que hubiera que comprar. Era el encargado de esto, porque la madre estaba muy ocupada trabajando. El padre tenía el taller de cortado, y de modelismo de calzado, al fondo, cruzando el patio. Y ella el de aparado y picado en lo que antes era el garaje. Le explicó que prefería hacer los mandados temprano porque habría menos gente. Pero sobre todo intentaba terminar antes de las seis, que era cuando le habían dicho los chicos de la barra que jugarían el partido contra los del Colorado Quaranta. Por primera vez le avisaban que contaban con él para un partido. No podía perder esa oportunidad. La noche anterior le costó dormirse imaginando incidencias, atajadas que haría aunque el fútbol le pelara las manos. A la siesta le pasó igual. En realidad sólo dio vueltas en la cama, sin dormirse. Además no le gustaba acostarse después de comer. Pero la madre siempre fue inflexible con las siestas. Durmiera o no, a la cama. "Esa horita tu padre tiene que descansar, y nadie va a andar haciendo ruido."

 

Él ya lo sabía. Y por supuesto que no hubiera hecho ningún ruido. Qué ruido podía hacer, desde su habitación, si se ponía a leer, o a hacer los deberes. O si se iba a jugar con los chicos en la calle. Todos, después de comer salían, y se ponían a charlar, o cambiar revistas, o jugar a las bolitas o lo que fuera. Pero si lo mencionaba la madre se ponía furiosa. "Esos se pasan todo el día en la calle. Tú no eres como ellos." Otra más. Aunque se había esforzado, no podía ver la diferencia. No eran negros, como decían sus padres. Algunos incluso eran más rubios que él. Es cierto que no tenían la piel tan blanca, pero porque jugaban al sol. Y seguro que no había que llenarles de almidón y tomate los hombros, o la frente, como le pasaba a él, si algún día iban al campo. Aparte que no era cierto que se pasaran todo el día en la calle. Ellos también iban al colegio.

 

Razonamientos inútiles que, o no eran escuchados, o se cerraban con la orden definitiva de irse a la cama. No, ella tampoco era igual que las otras madres. Y no iba a dejar que a su hijo le diera un corte de digestión por hacer el indio. Bien, contra este argumento no se le ocurría nada. Y decirle que aquellos chicos no parecían sufrir los cortes de digestión sólo le hubiera acarreado el par de bofetadas, o el chancletazo, que la madre utilizaba en casos de insistencia.

 

Así que esa tarde cumplió todos los requisitos. Tras hacer las compras, a paso más que vivo, limpió, antes que se lo pidieran, el piso alrededor de las máquinas, que siempre se llenaba de hilos y recortes. La madre, que lo conocía de sobra, ni siquiera lo miró. Pero Elena y Caty, las dos chicas que trabajaban para ella, sí lo hacían de reojo, y movían con desánimo la cabeza. Él sólo preguntó si necesitaba algo más. Y ante la negativa, respiró con fuerza y cruzó el patio. Sabía que ella le hubiera dicho habla con tu padre, así que daba igual.

 

No era consciente aún de la cantidad de reacciones que se producían en él al abrir aquella puerta. Ni siquiera hubiera podido nombrar la sensación de pánico, de fracaso anticipado, que lo envaraba por completo al hacerlo. Sí notaba, en cambio, la necesidad de encontrar los dibujos salvadores. Por suerte allí ya hacía tiempo que los había localizado. Los mosaicos con que finalmente revistieron ese piso habían salido de unos restos de oferta. Así que había rosetones, guardas, flores de lis, granito, arabescos… En todo caso variaba la ruta, de acuerdo a su posición, o al caprichoso obstáculo de las virutas de chapa, o cartón, que despedía el pantógrafo. Pero estas alternativas también ayudaban. Ofrecían nuevos elementos, la vista iba y volvía, dudaba en la elección, probaba salidas del laberinto, vadeaba siempre el mayor peligro.

 

Tampoco notaba aún la falta de confianza en sus súplicas, la vergonzosa inseguridad de las réplicas. Paradójicamente, cada vez que iba a pedirle permiso a su padre para salir a jugar, se ofrecía como el juguete de goma que rebotaría entre esas paredes hasta el cansancio. ¿Al menos, entonces, para el padre sería un juego? Difícil saberlo. En contra de la repetida frase, hay actitudes que ni siquiera el tiempo y la distancia ayudan a entender. Él primero se ofrecía, calculando el escaso margen que quedaba hasta la hora del partido, para ayudarle si necesitaba algo. Antes, de un vistazo, había comprobado que por suerte no tenía ninguna escala terminada. Así que todavía no podía pedirle que las lijara. El padre lo miraba por encima de sus anteojos. Inequívoco gesto de no creas que no me doy cuenta de lo que estás buscando. Pero a él no le importaba, porque no intentaba ocultar nada. Sólo quería demostrar su buena voluntad, esperando que, por acumulación de méritos, alguna vez lo premiaran con el anhelado permiso. Hasta de eso estaba lejos aún. De entender que el juego no era un premio sino un derecho.

 

Y se encontraba, de golpe, aplastado por la cara de enfado del padre. Por el repetido discurso que no encontraba forma de encadenar, de llevar al terreno de lo solicitado, sin que se rompiera. "Por lo visto a ti no te importa ver a tu padre matándose aquí todo el santo día. ¡Hala, él no piensa más que en jugar, en jugar! ¿Y los demás, qué…? ¿También nos tendríamos que ir a jugar? ¡A ver quién te pagaría el colegio, que bien baratito que nos sale! ¿Así es como nos lo devuelves…? ¿Pensando sólo en jugar? En irte a la calle, como si te quemara estar en tu casa. A vivir como esos otros, a la buena de Dios. ¿Tú me ves a mí que me vaya a jugar, a sentarme en la vereda, como sus padres, a hablar idioteces y beber hasta las tantas…? ¡Mira, no me hagas perder la paciencia, y quítate de mi vista, zángano!"

 

El significado de zángano sí que lo conocía, pero estaba seguro de no serlo. Y le dolía tanto que se lo dijera, que clavaba los ojos en la flor de piedra. Generalmente la flor de piedra, no sabía por qué, era la mejor en esos momentos. Cuando le empezaban a escocer los ojos, y el nudo en la garganta le avisaba que ya no podía más, la rodeaba una y otra vez, tratando de no parpadear, para que las lágrimas se quedaran allí. Si la flor no se desdibujaba lo había conseguido. No tenía que llorar. Hubiera sido lo peor. Se ponían frenéticos si lloraba. Y lo acusaban de muchas más cosas. Además el padre hubiera llamado a la madre, y ésta seguro que le pegaba. Había perdido otra vez. No tenía sentido decir nada. Un momento antes hubiera tratado de explicarle que si había hecho los deberes de aritmética, y geometría, y el dibujo de historia, y había ido a comprar a la carnicería y el almacén, y había limpiado en el garage, era porque había pensado en todo eso. Quedaba claro que no pensaba sólo en jugar. Y el colegio lo habían elegido ellos. Y sabían que estudiaba mucho, y era el mejor alumno de su clase. Él no quería que su padre bebiera, ni ninguna de esas cosas. Él sólo quería jugar, porque…

 

Pero tenía que salir rápido de allí, el dolor en el pecho volvía a subir. Así que cuando atravesó otra vez el patio, hacia la casa, se encontró con Caty y Elena, que venían de la cocina. Y ante sus preguntas les contó que no iba a jugar el partido de esa tarde. Lo de zángano, y todo lo otro, se lo calló. Además las baldosas del patio no tenían dibujos. Quizás fue eso. O que Caty, pasándole la mano por la cabeza, comentó con la otra: "¿A vos te parece…? ¿Cómo no va a poder jugar con los otros chicos?" Y la Elena, en voz más baja, y un poco más lejos: "Pobre… Ya es bastante raro, todo el día trabajando y encerrado. Van a terminar por convertirlo en un antisocial." Al escuchar lo de pobre, se le quebró la resistencia, empezó a llorar y entró corriendo a su habitación. Por suerte la madre no estaba. Pero un rato después, lo que le seguía dando vueltas en la cabeza era la última palabra.